Ricardo Gurbindo Gil
Investigador independiente.
r.gurbindo@gmail.com
ISSN: 2445-0782
DOI: https://doi.org/10.55698/SS47-2024-01
Cómo citar: Gurbindo Gil, R. (2024). Veredas y verederos: El modelo de la Merindad de Pamplona a comienzos del siglo XIX. Sancho el Sabio: revista de cultura e investigación vasca, 47, 6-29. https://doi.org/10.55698/SS47-2024-01
Fecha de recepción: 1-X-2023
Fecha de aceptación: 11-III-2024
RESUMEN
En este artículo se analizan diversos aspectos asociados al origen y cometido de los verederos, encargados antiguamente de trasladar la correspondencia oficial de organismos de distinta naturaleza. Esta circunstancia dio lugar a diferentes variantes profesionales, cada una de ellas con sus propias peculiaridades. Por otro lado, el cumplimiento de esta misión en la Merindad de Pamplona conoció interesantes transformaciones que otorgan a la evolución de la ocupación cierto carácter novedoso, hechos que son presentados en la segunda parte del trabajo.
PALABRAS CLAVE:
veredas; verederos; correspondencia oficial; Merindad de Pamplona (Navarra).
LABURPENA
Artikulu honetan biredarien jatorriarekin eta egitekoarekin lotutako hainbat alderdi aztertzen dira. Antzinean langile horiek hainbat izaeratako erakundeen posta ofiziala helarazteaz arduratzen ziren, eta, horrenbestez, lanbidearen aldaera profesional ezberdinak sortu ziren, horietako bakoitzak bere berezitasunak zituelarik. Bestalde, Iruñeko Merindadean zeregin horren garapenak aldaketa interesgarriak ezagutu zituen, eta horrek nolabaiteko izaera berritzailea eman zion jardueraren bilakaerari. Gertakari horiek lanaren bigarren zatian aurkezten dira.
GAKO-HITZAK:
biredak; biredariak; posta ofiziala; Iruñeko Merindadea (Nafarroa).
ABSTRACT
This article analyses various aspects associated with the origin and role of waste disposal sites, that were responsible for transferring official correspondence from organisations of different types. This circumstance gave rise to different professional variants, each with its own peculiarities. Besides, the fulfilment of this mission in the District of Pamplona underwent interesting transformations which gave the evolution of the occupation a certain novel character, facts which are presented in the second part of the work.
KEY WORDS:
Trails; Messengers; Official correspondence; District of Pamplona (Navarre).
La liebre adiestrada,
presto sale a la vereda
(Refranero popular).
1. INTRODUCCIÓN
Las nuevas tecnologías propias de la era digital, en la que nos hallamos plenamente inmersos, han propiciado de tal manera el establecimiento de las comunicaciones que, con la simple pulsación de una sola tecla, es posible interactuar con nuestros semejantes tanto a nivel personal como colectivo. Sin duda, el desarrollo de la informática ha aportado inmediatez a la transmisión de datos de todo tipo entre emisor y receptor, la cual tiene lugar de una forma rápida y efectiva. Sin embargo, ello no supone que con anterioridad al momento presente no se contara con sistemas eficaces para cumplir este mismo cometido. Desde luego, no se puede equiparar el flujo de información existente en las sociedades del pasado con el producido en la actualidad, pero lo cierto es que cada período ha contado con los medios pertinentes para satisfacer las necesidades comunicativas básicas correspondientes a su coyuntura particular.
De este modo, antes de que en las comunidades de antaño se fueran experimentando y perfilando los primeros modelos de servicio postal accesibles a toda la población, las principales instituciones públicas y privadas dirigentes optaron por dotarse de unos equipos exclusivos mediante los cuales establecer las conexiones precisas para desempeñar sus funciones rectoras. Los protagonistas últimos de estos sistemas de mensajería reservados —previos incluso al establecimiento de las infraestructuras viarias modernas que representaron los caminos reales— transitaban forzosamente por las angostas sendas y veredas que conectaban las distintas localidades diseminadas en su área de influencia. En consecuencia, los verederos, así denominados por la circunstancia aludida, fueron los responsables directos de garantizar los contactos fundamentales para el correcto funcionamiento de las organizaciones que los empleaban.
El objeto de este artículo es exponer distintas cuestiones aptas para lograr una imagen representativa de las personas dedicadas a esta actividad, así como considerar determinadas peculiaridades del puesto en nuestro entorno más cercano. Tras una primera aproximación a los inicios y evolución de la mensajería en general para situarnos en el contexto adecuado, pasaremos a reparar en cómo irrumpen en este ámbito los emisarios particulares, teniendo en cuenta el origen y las variantes del término y el modo en que estos trabajadores desempeñaban su misión por encargo de organismos de distinta naturaleza. A continuación, en un segundo apartado centraremos nuestro estudio en los mensajeros que antiguamente operaban en la Merindad de Pamplona, uno de los cinco entes administrativos y judiciales en los que históricamente se ha dividido Navarra y cuyas comunicaciones oficiales eran competencia del Regimiento pamplonés a través de los verederos a su cargo. A este respecto, el análisis de diversa documentación administrativa, producida en la última década del siglo XVIII y las primeras del XIX, nos ha permitido conocer algunos aspectos interesantes relacionados con estos profesionales, como la iniciativa emprendida con el fin de aumentar sus haberes o la reorganización de veredas llevada a cabo con vistas a mejorar la celeridad y efectividad en el reparto de las notificaciones.
2. ORIGEN Y MODALIDADES DE UN COMETIDO DINÁMICO Y OFICIAL
El sistema postal de carácter público actual guarda una estrecha relación con el modelo empleado antiguamente en el mundo romano. El servicio de correos de la época estaba organizado alrededor de las calzadas, estableciendo con una cierta regularidad estaciones de relevo y cuarteles de noche, donde los mensajeros descansaban y cambiaban las caballerías. Los carruajes de carga se denominaban clabulare, los de pasajeros rheda y los portadores de misivas que se desplazaban a caballo recibían el nombre de veredarius. La caída del imperio romano implicó el final de esta organización y, aunque el territorio navarro era atravesado por un tramo de la calzada que comunicaba Burdeos con Astorga, los instrumentos y recursos que aseguraban el tránsito de correspondencia desaparecieron por completo. Durante las etapas posteriores no hay constancia de que Navarra hubiera dispuesto de un servicio de correos, e incluso los mismos reyes se habrían servido de enviados particulares para transmitir sus mensajes1.
Una vez finalizada la Edad Media empieza a intuirse una estructura más organizada. Por ejemplo, el diccionario de antigüedades de José Yanguas y Miranda nos habla de algunos progresos y prerrogativas que lograron los correos mayores del reino a lo largo de todo el siglo XVII2. Entre otros adelantos, en 1621 se logró que el intercambio de correspondencia con Madrid tardase solo cinco días y medio, en lugar de los once o doce días que se demoraba hasta entonces. Por otro lado, de cara a favorecer las comunicaciones, en 1665 se concedió la exención de alojamientos, bagajes y otras gracias a los maestros de postas y postillones. Algunas de las medidas para mejorar el tráfico postal recaían directamente sobre los pueblos. Así sucedió en 1692, cuando el virrey de Navarra mandó que los municipios de Tafalla, Olite, Valtierra, Arguedas, Caparroso y Tiebas diesen escolta al correo que desde Pamplona iba a Tudela. Si bien el desacuerdo de estas localidades con dicho requerimiento fue refrendado por la Diputación —la cual solicitó la revocación de la orden— el regente alegó motivos de conveniencia pública para mantener su decreto.
Con el cambio de siglo se experimentaron nuevos progresos en la implantación y mejora del servicio de correos. Tras un primer intento fallido en 1706, la circulación postal dejó de ser definitivamente un negocio explotado por particulares para pasar a ser gestionado por la Casa Real a partir de 1717. Los años siguientes conocieron un continuo proceso regulador que contribuyó a extender y homogeneizar un sistema de correspondencia público. De este modo, se dictaron providencias para que no se condujesen cartas por otras personas que las contratadas por las administraciones competentes en la cuestión. Otro hito crucial en la expansión y normalización de los servicios postales sobrevino con el establecimiento en 1849 del franqueo por medio de sellos, pues hasta entonces las cartas eran entregadas a porte debido, con un elevado coste para el nivel económico de aquellos años.
Sin embargo, a pesar de los adelantos experimentados, la calidad del sistema público de correos (determinado en gran medida por la frecuencia de salida de las misivas y los tiempos de entrega en los diferentes destinos) estaba todavía muy lejos de alcanzar unos estándares de eficiencia plena. Los datos relativos al servicio postal de Navarra, recogidos por Pascual Madoz en su diccionario, exponen cuáles eran los puntos de entrega y la periodicidad con la que se expedían las valijas a mediados del siglo XIX3. Mientras las salidas de correos de Pamplona en dirección a Madrid y Tolosa –estas últimas con posible derivación hacia el extranjero– eran diarias, las que estaban destinadas a Vitoria, Elizondo, Sangüesa, Aoiz, Urroz, Burguete, Aezkoa, Roncal y Salazar partían solo tres días a la semana.
Evidentemente, el funcionamiento del sistema era susceptible de mejora, y prueba manifiesta de ello es que las instituciones más relevantes del momento siguieron confiando el traslado de su correspondencia a emisarios particulares. El motivo principal para seguir optando por esta solución era la urgencia de las comunicaciones, ya que era esencial asegurarse de que los mensajes llegaban a su destino en el menor tiempo posible. Además, una parte considerable de los receptores estaban ubicados en pequeñas poblaciones y lugares apartados a los que el servicio regular de correos llegaba con dificultad. Por otro lado, los mensajeros privados no se limitaban exclusivamente a entregar notificaciones, sino que a menudo aprovechaban su retorno para portar la respuesta del receptor. Otras veces, la notificación a entregar también conllevaba el cobro de un tributo o deuda pendiente del destinatario.
Lógicamente, ese tipo de misiones recaudatorias requerían de personal de una alta confianza, el cual ofreciera auténticas garantías de restituir íntegramente las cantidades percibidas. Pero, sobre todo, lo más importante era que el veredero respetase la confidencialidad de los mensajes que portaba y fuera discreto respecto a las partes que entraban en comunicación a través de su persona. Así pues, distintos organismos oficiales, como los tribunales de justicia, las entidades locales y el ejército, junto a otros de carácter religioso, optaron por requerir el servicio de estos emisarios para hacer efectivas sus comunicaciones internas y externas. De hecho, aunque el servicio de correos gubernamental fue adquiriendo progresivamente un mayor desarrollo y perfeccionamiento, el recurso a canales de correspondencia propios continuó siendo una práctica habitual en algunas de estas instituciones en períodos y circunstancias determinadas.
En lo que al origen del oficio y a su designación se refiere, como ya hemos adelantado, el término veredarius era utilizado en la esfera romana para referirse a los emisarios o correos del estado que portaban despachos y otros documentos para notificar, publicar o distribuir en uno o varios lugares, sitios, zonas o parajes específicos. Otras expresiones latinas relacionadas con el vocablo son veredus, caballo de posta, y vereda, que puede tener varios significados relacionados, como el de aludir a los caminos viejos y angostos, a las notificaciones u órdenes expedidas a un número determinado de lugares que están en una misma ruta o a la propia organización física de ese recorrido. La denominación y la extensa vigencia temporal del puesto ha sido muy común en la historia de Europa, desde donde trascendió al continente americano. En consecuencia, hoy en día, la palabra vereda es el término oficial utilizado en Colombia para designar, desde un punto de vista administrativo, cada uno de los lugares lejanos de la cabeza de distrito4.
Sin ir tan lejos, en el contexto navarro contamos con numerosos testimonios sobre la figura del veredero actuando para diferentes organismos. Actualmente, la administración local mantiene un contacto estrecho y directo con la ciudadanía, pera esta interacción era todavía mucho mayor en el pasado, pues los ámbitos y competencias que quedaban en manos de los ayuntamientos eran bastante más amplias. Por lo tanto, la presencia del veredero era indispensable para asegurar que las comunicaciones a establecer desde el municipio, tanto con el vecindario como con las administraciones de nivel superior, se llevaban a cabo. La alusión a este personaje en la documentación municipal antigua de Mendavia es solo uno de los muchos ejemplos disponibles en ese sentido5. En algunos de estos casos la permanencia de estos emisarios ha sido una realidad hasta hace escasas décadas. En las nuevas adicciones al vocabulario navarro de José María Iribarren, incorporadas por Ricardo Ollaquindia a finales de los años setenta del pasado siglo, en la voz correspondiente a veredero se especifica que, todavía en ese momento, el funcionario municipal encargado de llevar los oficios del Ayuntamiento de Olite a los pueblos de su jurisdicción era conocido bajo esa denominación6.
Imagen 1.
Representación de un mensajero del siglo XV (1860). Colección de calcos hechos por Manuel Castellano (1826-1880). Anotación manuscrita en el margen derecho: «Clámide azul con vueltas amarillas, jubón rojo, calzón azul cielo, sombrero y botines negros». Biblioteca Digital Hispánica (BNE).
Del mismo modo, la actuación constante y normalizada de los verederos también tuvo su reflejo en el euskera, idioma habitual de una parte importante de la población navarra que hizo su propia adaptación del término. Si bien la expresión biredaria no forma parte del léxico actual del euskera, dos importantes lingüistas del pasado dejaron constancia en sus obras de la existencia del mismo. Nos referimos a los diccionarios realizados por Manuel Larramendi7 y José Francisco Aizkibel8 en los siglos XVIII y XIX respectivamente. En ese tiempo el ir y venir de los verederos era acostumbrado, por lo cual resulta totalmente coherente que la población vascoparlante se refiriera a dicha ocupación en su lengua cotidiana.
De lo expuesto hasta ahora hemos podido hacernos ya una idea básica de las funciones cumplidas por estos mensajeros particulares, pero, para profundizar más en esta cuestión, vamos a recurrir a la obra del jurista Manuel Silvestre Martínez (1731-1789), autor de una de las compilaciones reglamentarias y de procedimiento administrativo más completas de su época. En su Librería de jueces, tratado compuesto de ocho volúmenes, el autor repara en el concepto de vereda y la función de los verederos9. Así pues, el cometido principal de estos emisarios era trasladar los despachos expedidos por los intendentes, corregidores o alcaldes mayores a todos los pueblos de su jurisdicción, partido o provincia, actuando del mismo modo con las disposiciones y notificaciones intercambiadas entre las justicias10 de diferente circunscripción. Del mismo modo, los verederos también se encargaban de comunicar a las partes implicadas las sentencias de procesos judiciales concretos. En estos casos era preciso tener en cuenta el gasto que implicaba la notificación de las resoluciones adoptadas a los interesados para que este fuera cargado a las costas de la causa11.
La remuneración de los verederos estaba establecida por ley (Real Decreto de 10 de julio de 1703) para que no hubiera «exceso», es decir, se aplicaban unas tarifas generales con objeto de evitar posibles abusos en el cobro del servicio. El importe por legua12 recorrida ascendía a un real vellón, y cada destinatario estaba obligado a abonar la parte proporcional a la distancia que le separaba del receptor precedente en la ruta o vereda establecida para cada emisario. Dicho trayecto debía estar organizado buscando el mayor equilibrio posible entre la efectividad y economía del servicio, por lo que se procuraba optar por itinerarios circulares que evitaran pasar dos veces por el mismo punto.
Con objeto de asegurar el seguimiento de la ruta y el correcto funcionamiento del sistema, cada destinatario tenía que estampar su firma en la hoja de la carrera para dejar constancia de la recepción, así como dar fe de haber abonado el importe aplicable a su tramo. Además de la cantidad correspondiente al trabajo del emisario, la tasa de cada vereda comprendía otra serie de gastos, como el importe del papel sellado en el que se plasmaban los despachos o las comisiones reservadas para los escribanos. Este último asunto era una de las preocupaciones de las autoridades, que consideraban como «gran renglón el de veredas». Según las estimaciones realizadas, «un jornalero suele andar en un día por un mero jornal veinte o treinta pueblos», y el resto del dinero recaudado quedaba «para el beneficio de la escribanía, sin que los jueces lo sepan, ni lo conozcan». Por otro lado, el recibo de la vereda con la firma del receptor servía también como justificante de haber recibido el recado, aspecto este de suma importancia en lo que a la certificación de notificaciones judiciales y obligaciones legales se refiere.
Por regla general, el reparto de veredas era tarea encomendada a los verederos, pero también se daban casos de localidades que asignaban esta misión al aguacil mayor u otra persona de confianza. Esta cuestión de la fiabilidad del emisario era realmente importante, ya que, al margen de las sanciones que se le pudieran imponer al mensajero, la responsabilidad última ante los posibles perjuicios que éste llegara a ocasionar y por las faltas a la buena conducta cometidas correspondía a quien había requerido de sus servicios. En este sentido, el veredero debía limitarse a la entrega y recogida de la correspondencia oficial que le había sido encomendada, sin inmiscuirse de ninguna manera en los hipotéticos pronunciamientos y mandatos que ésta pudiera contener. Las actuaciones coercitivas con objeto de dar cumplimiento a los despachos comunicados estaban fuera de las competencias de los emisarios. Existen ejemplos de que esto no siempre era así, pues en ocasiones la autoridad remitente conminaba al veredero a actuar de este modo, proceder no admitido por la legalidad y que incluso podía dejar sin efecto las resoluciones comunicadas13.
Hasta el momento nos hemos centrado en aquellos verederos que actuaban de enlace entre instituciones públicas y jurídicas de diferente grado. El vínculo y comunicación de las administraciones central y provinciales con los municipios, así como entre las distintas demarcaciones judiciales, era posible gracias a los mensajeros que operaban en cada vereda. Sin embargo, aunque estos mensajeros se ocuparon sobre todo en este ámbito, su conocimiento del terreno y habilidad para desplazarse también fue valorado desde otros sectores. En concreto, el entorno castrense es uno de los que en mayor medida se sirvió de la competencia y utilidad de los verederos para transmitir informaciones, sobre todo en tiempos de conflicto bélico. Tal y como recoge Federico Moretti en su glosario militar, los ejércitos de occidente empleaban habitualmente a los verederos, a quienes define como «una especie de correo de a pie o andarín», para «comunicar órdenes a los varios puntos de la línea, a las plazas, etc.; y para llevar a la capital las noticias de los sucesos de la guerra, o de cualquier novedad inesperada»14.
Precisamente, la definición del término veredero que aporta José María Iribarren en su Vocabulario navarro alude en particular a la participación de estos mensajeros en el marco de la guerra de la Independencia15. Estos correos se desplazaban a pie con una gran facilidad, haciendo uso de los alcorces y vericuetos de los caminos, lo que les otorgó la fama de ser unos magníficos andarines. El recurso a estos emisarios en el contexto militar siguió siendo una práctica habitual en las contiendas carlistas posteriores. En la primera de ellas, se organizó un completo servicio de conocedores de veredas que se encargaba de llevar los partes y gacetas oficiales por todo el territorio bajo influencia carlista. Uno de aquellos correos era el general Ramón Argonz, apodado familiarmente como “marqués de las Veredas”16 .
Otra referencia fundamental a este respecto fue Juan Bautista Igarabide, conocido con el sobrenombre de Juanagorri y fundador de un distinguido clan de andarines. Igarabide, que actuó en la primera carlistada como correo ocasional para el Estado Mayor de Zumalakarregi, cruzaba la muga con demasiada frecuencia para llevar mensajes a la Posta de Bayona o pagarés a las sucursales bancarias, trabajo en el que era muy reconocido y por el que resultaba generosamente recompensado. Una leyenda, de dudoso origen, insinúa que Igarabide se hizo con el caserío familiar gracias a los encargos particulares realizados entre los aristócratas europeos que se movían en torno al pretendiente de la causa carlista17.
Esta vertiente financiera del cometido de los verederos se repite en otro de los campos en el que estos intervenían. Además de su asistencia a los cuerpos administrativo, jurídico y castrense, la figura del veredero también ejercía su labor en organismos adscritos a la Iglesia. Su misión en estos casos solía estar asociada normalmente a la percepción de limosnas y a la compensación económica por la concesión de bulas e indulgencias. El otorgamiento de gracias o privilegios relacionados con cuestiones de fe, como la condonación de faltas y pecados, era posible obtenerlo a través de determinados documentos eclesiásticos distribuidos por verederos debidamente autorizados.
Si la confianza en la honestidad de los emisarios era una cuestión clave cuando estos trasladaban correspondencia interna o de carácter secreto, la importancia no era menor en el caso de los donativos e indultos religiosos, dada la magnitud económica de la encomienda. En cualquier caso, de cara a evitar eventuales disgustos por la cuestión de la fiabilidad del veredero ocupado en estos menesteres, el órgano eclesiástico impulsor de la cuestación solía exigir a este una fianza previa con la que responder en caso de fraude. Esta garantía debía ser recogida en un documento notarial en el que constasen los bienes del agraciado con la vereda.
Un ejemplo de aval es el presentado por Domingo de Vicuña antes de ser nombrado «veredero y sobrecogedor de lo correspondiente por repartir la Santa Bula y percibir su importe en la ciudad de Olite, su partido y merindad», durante el sexenio comprendido entre 1739 y 1745. El agraciado no solo se obligaba «con su persona y bienes muebles y raíces, derechos y acciones habidos y por haber», sino que también incorporaba a la escritura la fortuna de dos fiadores que se comprometían a responder por él. Una vez que el veredero entregase al administrador, en la forma y los plazos acostumbrados, el producto de todas las bulas despachadas en el año, este tendría derecho a percibir dos reales fuertes por cada una de ellas18. La cantidad reservada para los honorarios del veredero ocupado en estas encomiendas era la misma que el monarca, a través de la Real Hacienda, disponía para todo el ramo. Lo normal era que no se produjeran variaciones en esta cuestión, y las reales órdenes solían limitarse a informar sobre la «falta de novedad en quanto á los salarios o dietas que es costumbre dar en los pueblos a los verederos o conductores de la Bula de la Santa Cruzada»19.
La colecta de limosnas era también una decisiva fuente de ingresos para las hermandades religiosas. Las comunidades que dependían de este recurso enviaban a algunos de sus miembros a visitar las localidades ubicadas en las distintas veredas con el fin de solicitar la caridad de sus habitantes. El Hospital Real y General de Nuestra Señora de Gracia de Zaragoza era una de las instituciones que enviaba a sus representantes a recorrer la geografía navarra en demanda de donativos para su proyecto. La proximidad entre ambas comunidades facilitaba la atención a dementes y niños expósitos procedentes de Navarra en el sanatorio zaragozano, lo que en gran medida justificaba las cuestaciones realizadas por esta institución en los pueblos navarros.
Uno de los verederos más comprometidos del establecimiento médico fue Juan Bonal, sacerdote de origen catalán que, desde 1814 hasta su muerte en 1829, transitó por los caminos navarros con esta misión. Según la contabilidad del hospital, los ingresos procedentes de Navarra para el quinquenio 1823-1827 superaban los 40.000 reales, una vez deducida la parte que correspondía a los verederos. Los registros personales de Bonal tienen consignados datos de más de setenta villas navarras con las cantidades recaudadas20. Dado lo intenso de la actividad desplegada, no es extraño que las visitas de estos verederos suplicantes aparezcan reflejadas en los libros de cuentas de algunos municipios navarros, como ocurre en el caso de la Améscoa Baja21.
Los descritos en los párrafos anteriores eran los campos de acción tradicionales de los verederos, pero no los únicos, pues el surgimiento de nuevos organismos, con una implantación y distribución territorial de una mínima entidad, requería necesariamente de su dinámico quehacer. Eso es lo que sucedió con la instauración del estanco del tabaco en España, cuyo cometido era encargarse de todo lo relativo a su abastecimiento, distribución y venta. El monopolio estatal de este género —surgido de la Real Cédula del 26 de diciembre de 1636— se organizó a través de una amplia red de expendedurías de tabaco y timbre, localizada de forma estratégica por todo el territorio, la cual, por supuesto, necesitaba ser coordinada.
Lógicamente, el funcionamiento de este enorme entramado precisaba de profesionales dedicados a distintas labores. Entre otros, se recurrió a la contratación de administradores, almacenistas, vendedores, fieles y guardas verederos, que tenían como misión visitar y controlar los puntos autorizados de venta22. Igual que ocurría con los mensajeros de vereda empleados en otros ámbitos, el cometido del guarda veredero ocupado en el sector del tabaco no se limitaba simplemente a trasladar correspondencia e informes de una expendeduría a otra. Su supervisión, más bien, resultaba fundamental para detectar los puntos flacos del sistema y evitar la venta fraudulenta del producto, algo que, sin duda, ahorraba cantidades importantes a las arcas estatales, beneficiarias últimas de este monopolio.
3. VEREDEROS PAMPLONESES
Tras haber considerado el origen del oficio y las funciones desempeñadas por estos emisarios oficiales en diferentes ámbitos, en este apartado vamos a ocuparnos de diversas cuestiones relacionadas con los verederos pamploneses encargados de transmitir las comunicaciones de su merindad. El concepto de merindad alude al territorio que dependía de la autoridad de un merino, designación que recibía el oficial público encargado de la administración económica, financiera y judicial de su circunscripción. Dicha entidad, de categoría administrativa intermedia, ejercía de puente entre los órganos centrales y las autoridades locales de las villas y pueblos. Cada merindad agrupaba a diferentes municipios y concejos, con unos mismos rasgos naturales y culturales, organizados alrededor de un núcleo urbano principal. Aparte de la Baja Navarra, que ha venido siendo considerada como la antigua Merindad de Ultrapuertos, las cinco merindades navarras están conformadas en torno a las localidades de Pamplona, Estella, Tudela, Sangüesa y Olite.
El territorio que abarca cada merindad coincide con los partidos judiciales existentes en la comunidad y en los casos de Pamplona, Estella y Tudela la capital de ambas demarcaciones (administrativa y jurídica) también es la misma. En primera instancia, la administración de justicia, incluida en ocasiones la jurisdicción criminal, correspondía a los alcaldes ordinarios, pero, en caso de recurso, se apelaba a la Real Corte y, de mantenerse el desacuerdo, la última palabra la tenía el Consejo Real de Navarra. Para que esta maquinaria funcionara correctamente era importante contar con canales de comunicación fluidos y, por consiguiente, el papel jugado por los verederos se mostraba como imprescindible. La capital de cada partido judicial era el centro donde convergían las comunicaciones entre las justicias locales y los órganos superiores, por lo que competía al regimiento de dicha ciudad la organización de las veredas de su circunscripción23.
En el caso de la Merindad de Pamplona, también conocida como Merindad de la Montaña, el otorgamiento de la gracia de veredero y el control del sistema de correspondencia oficial con los integrantes del distrito era incumbencia del Regimiento pamplonés. Situada geográficamente en el noroeste de la Navarra húmeda, el tipo de poblamiento predominante en esta merindad es el de pequeñas aldeas diseminadas por el territorio. En consecuencia, tanto el entorno climático, con precipitaciones abundantes y regulares, como la dispersión poblacional son circunstancias que dificultaban la labor de los mensajeros pedestres. Por otro lado, el ambiente belicoso del pasado tampoco beneficiaba en nada al correcto funcionamiento de las veredas, pues era habitual que los emisarios sufrieran reiteradas represalias por parte de la facción contraria a las instituciones. Una amenaza similar entrañaba la constante presencia de salteadores en numerosos puntos de la red viaria. De acuerdo con los estudios sobre el fenómeno del bandolerismo realizados por Fernando Videgáin24, el camino y el bandido fueron viejos compañeros de viaje en Navarra y en el siglo XIX su actividad fue tal que hicieron especialmente peligrosos los desplazamientos. Ciertamente, este conjunto de factores ocasionaba más de una preocupación a los regidores pamploneses encargados del mantenimiento eficaz del servicio en su circunscripción.
Imagen 2.1.
S. Robert de Vaugond (1749). Royaume de Navarre, divisé en six merindades.
París: Atlas portatif universel et militaire.
Imagen 2.2.
Mapa municipal de la Merindad de Pamplona. Departamento de Educación del Gobierno de Navarra (Wikimedia Commons).
El sistema de veredas de la Merindad de Pamplona estuvo organizado durante mucho tiempo en dos rutas a cargo de sendos mensajeros. El Regimiento pamplonés adoptó esta división «a causa de ser crecido el distrito que hay que recorrer» y con vistas a lograr la mayor celeridad posible en la comunicación de las notificaciones. El cometido de los verederos pamploneses consistía fundamentalmente en «conducir por vereda y entregar a las justicias de las villas, valles, cendeas y lugares del Partido de esta capital los ejemplares de las reales cédulas y órdenes que por el Real y Supremo Consejo y por los señores virrey y regente se suelen pasar para su publicación y distribución». Así mismo, tanto con el fin de certificar la notificación de cara a su validez legal como para dejar constancia de haber cumplido su misión, estos emisarios debían «traer notas o recibos dados por las mismas justicias de quedar en su poder un ejemplar de la provisión que se envía»25.
El nombramiento para el puesto de veredero destinado a la Merindad de Pamplona era potestad de la corporación municipal de la capital. Normalmente, las bajas en el servicio se producían por motivos de salud, la alta edad de los mensajeros activos o su fallecimiento. Aquellos que tuvieran conocimiento de la vacante y estuvieran interesados en acceder al cargo debían dirigir una súplica al cuerpo de regidores, exponiendo las cualidades y méritos que acreditaran su idoneidad para dicha misión. Uno de los argumentos más consistentes para ser favorecido en el proceso de selección era ser descendiente o familiar directo del veredero que causaba baja en el oficio. En estos casos los solicitantes alegaban cierto conocimiento de la ocupación e invocaban la compasión de los regidores para con una familia que había quedado desprovista de ingresos.
Esta renovación periódica de los mensajeros de la vereda no solía suponer mayor alteración para el mantenimiento del servicio. No ocurría lo mismo en los períodos de conflicto bélico, ya que la pugna por el control de las vías de comunicación provocaba falta de seguridad en el tránsito por los caminos. Esta situación repercutía necesariamente de forma negativa en el funcionamiento de la mensajería institucional, pues, dada la importancia que tenía la información en el devenir de la guerra, era habitual que los verederos empleados por los bandos enfrentados se convirtieran en codiciado objetivo militar.
En este tipo de coyunturas, lo normal es que la correspondencia oficial sufriera interrupciones provocadas por la ausencia voluntaria o forzosa de los verederos habituales. Ante ello la administración competente podía recurrir a mensajeros eventuales que, pese a no contar con ningún vínculo previo con la institución, estaban dispuestos a transitar la vereda en una tesitura tan delicada. Evidentemente, quien así actuaba consideraba que tal proceder debiera ser objeto de un mínimo reconocimiento una vez recuperada la normalidad. Desde luego, se daba por hecho que aquel que había arriesgado la vida en esos momentos difíciles tenía prioridad para seguir en el puesto en tiempos de paz.
Este es el merecimiento al que aluden algunos de los aspirantes a ejercer de veredero en las instancias dirigidas a los regidores pamploneses tras el fin de la Primera Guerra Carlista. Uno de los candidatos era Ramón Zazpe, quien recién iniciado el conflicto había sido requerido por el Regimiento para desempeñar este cometido. De todos modos, al poco tiempo, la marcha de los acontecimientos indujo a la corporación a paralizar el sistema de veredas «por no querer exponer a los peligros que eran anejos a sujetos que pendían de su dirección». Sin embargo, para entonces Zazpe ya había sido apresado en el cumplimiento de su deber por la partida del carlista José Miguel Sagastibeltza (1789-1836).
Los méritos expuestos por el solicitante no acababan ahí, pues, según aseguraba en su escrito, incluso «después de haberle dado el trato que ellos acostumbraban en tales casos y por fin le permitieran su regreso con severa conminación para en adelante», siguió haciendo todo lo posible para que los mensajes oficiales a él encomendados llegaran a su destino. Para ello contó con la ayuda de su esposa, Josefa Arguiñano, la cual continuó «llevando las comunicaciones a Villava o Burlada por espacio de dos años o más»26.
Para completar su historial, Zazpe aludía a la labor de su suegro durante el tiempo que había sido empleado de la ciudad como ejemplo de la laboriosidad y honradez familiar, cualidades que él también aportaría al oficio en caso de resultar seleccionado. Las referencias aportadas por otros pretendientes al puesto de veredero también insistían en circunstancias de este tipo, pero no llegaban al mismo nivel alcanzado por Ramón Zazpe, razón por la cual finalmente este fue agraciado con la asignación del primer recorrido de la vereda pamplonesa27.
Seguramente, la mayor parte de los elementos y rasgos de la vereda de la Merindad de Pamplona descritos no se diferenciarán mucho de los que presentaban las implantadas en otros lugares. Sin embargo, los verederos pamploneses son protagonistas de dos iniciativas que resultan realmente novedosas, tanto en su ámbito profesional común como en el contexto social de la época. Obviamente, no podemos hablar de demandas laborales en los mismos términos que en la actualidad, pero, sin duda, las propuestas lanzadas desde este sector sobre las que informamos a continuación denotan cierta conciencia e inquietud en ese sentido.
3.1. Reivindicación salarial (1795)
Las retribuciones de los verederos estaban en consonancia con las tarifas establecidas en la legislación. De este modo, se buscaba no gravar en exceso el presupuesto de las localidades a las que se enviaban las notificaciones y mandatos de rango superior, pues era el destinatario quien en última instancia debía asumir el coste del servicio. Un Real Decreto dispuesto el 10 de julio de 1703 precisaba que no se podía «cargar a los pueblos por el derecho de veredas más que un real por legua de ida para el veredero y otro de vuelta, sin excederse de esta cuota en manera alguna»28. Cada receptor abonaba por el tramo de recorrido que le separaba del anterior punto de entrega, por lo que, con objeto de lograr el mayor ahorro posible y ponderación entre los diferentes destinos de la vereda, se disponía la ruta de tal modo que solo se pasara una vez por el mismo lugar.
Estas tasas afectaban principalmente a la correspondencia oficial intercambiada entre administraciones públicas de distinto grado. Sin embargo, verederos que operaban en otros ámbitos estaban sujetos a otras condiciones. Este era el caso de los enviados a las veredas establecidas por la Iglesia para la distribución de bulas de concesión de beneficios e indultos, los cuales percibían dos reales fuertes por cada indulgencia despachada. Aunque el beneficio obtenido por los verederos o conductores de bulas podía ser superior al habitual, no olvidemos que previamente tenían obligación de escriturar con sus posesiones un aval por el capital del que se hacían responsables.
Más difícil es determinar la cuantía de la paga obtenida por los verederos que actuaban en tiempos de guerra para alguno de los bandos enfrentados. A tenor de las informaciones que circularon sobre el mítico Juanagorri, no debió de irles del todo mal a algunos de los que así procedieron. Sea como fuere, es importante no olvidar el riesgo que comportaba la circulación con documentos comprometidos en unos momentos tan delicados.
En cualquier caso, lo cierto es que a finales del siglo XVIII los mensajeros empleados en las veredas o rutas que servían de enlace entre las distintas administraciones públicas seguían percibiendo la misma tasa establecida casi cien años antes. Sin lugar a dudas, por muy bajos que hubieran sido los niveles de inflación experimentados a lo largo de todo ese período, el nivel de vida y el poder adquisitivo de quienes desempeñaban este oficio necesariamente hubieron de verse mermados. Al menos así lo estimaban en 1795 Fermín Lizarraga y Ambrosio Unciti, pamploneses que, «desde hace muchos años, por disposición del Regimiento», se empleaban «ambos en conducir por vereda y entregar a las justicias de las villas, valles, cendeas y lugares del Partido de esta capital los ejemplares de las reales cédulas y órdenes que por el Real y Supremo Consejo y por los señores virrey y regente se suelen pasar para su publicación y distribución»29.
Conscientes de lo aventurado de su iniciativa, estos verederos consideraban poco realista seguir trabajando por un jornal que apenas cubría sus necesidades más básicas, por lo que decidieron elevar un memorial a los regidores pamploneses exponiendo su situación y solicitando un aumento de las tarifas vigentes en ese momento. La apuesta era arriesgada, pues este tipo de demandas salariales no eran lo habitual en el contexto de la época. Por otro lado, cuando una de estas plazas quedaba vacante, siempre se presentaba un buen número de aspirantes dispuestos a cubrirla, así que el Consistorio no habría tenido mayor problema en prescindir de estos verederos e incorporar a otros.
No obstante, a pesar de las posibles consecuencias negativas que el intento les podía reportar, Lizarraga y Unciti presentaron a los corporativos municipales un escrito informando de que «con arreglo sin duda al señalamiento hecho tiempo antiguo, les han pagado y pagan respectivamente un real por cada legua de las que navegan». Los interesados admitían que dicha tarifa «rendía antes para el alimento y jornal del veredero», pero dada «la extraordinaria alteración del precio de todos los comestibles y vestibles, especialmente en el País de hacia la Montaña, que es por donde tienen que navegar los suplicantes», denunciaban que «apenas les basta para un moderado alimento, y lo regular es tener que suplir dinero sobre lo que reciben de las justicias para sustentarse en el viaje, sin quedarles jornal alguno».
Ante esta situación tan precaria, los verederos planteaban que, «para poder continuar en el desempeño del referido encargo», se optase por «aumentarles la insinuada asignación al real y medio fuerte por cada una de las leguas que navegaren». Así mismo, los solicitantes daban a conocer que en numerosas ocasiones «las justicias suelen dilatar la paga y, a veces, negarse a hacerla con grave perjuicio de los suplicantes», motivo por el que instaban al Regimiento a poner los medios para que «les paguen dichas justicias con puntualidad y sin retardación». Por último, se pedía que las medidas adoptadas para solucionar los problemas expuestos fueran comunicadas a la mayor brevedad a los receptores de las veredas, y si fuera necesario «imponiéndoles las penas y apercibimientos que parezcan para que así lo cumplan sin retardación ni detención alguna»30.
El proceder de los verederos no tuvo ningún efecto positivo ni negativo inmediato, pues los regidores dieron la callada por respuesta. Sin embargo, nuestros protagonistas, que para entonces ya habían descartado echarse atrás, acordaron dirigir su demanda a instancias superiores, para lo que recurrieron a contratar los servicios de un defensor que acabó representándoles ante el mismísimo Consejo Real. El ruego presentado por el prior Isidro Ferrer al Tribunal Supremo de Justicia de Navarra insistía en lo aducido por sus clientes y recalcaba que los regidores pamploneses habían sido advertidos del asunto en cuestión31. La presidencia del Consejo Real, ejercida entonces por Tomás Vicente Gayarre, se hizo cargo del asunto, adoptando una postura verdaderamente diligente ante las preocupaciones manifestadas por los verederos. Una de las primeras acciones emprendidas fue solicitar a los regidores un informe completo sobre el quehacer y las condiciones de trabajo de estos emisarios32.
La respuesta dada por los corporativos municipales presentaba a Fermín Lizarraga y Ambrosio Unciti como encargados de las dos veredas en las que estaba dividido el distrito, y reconocía que «dichos sirvientes, en los muchos años que hace corren con la vereda, la han desempeñado puntual y activamente». En consecuencia, no podían sino manifestar su «entera satisfacción» con la tarea realizada de, «en la mayor brevedad, dar noticia a las justicias del asunto que se les comunica», así como la de «traer notas o recibos dados por las mismas justicias». En lo que a la remuneración de los verederos se refiere, quedaba ratificado que se les abonaba «un real por cada legua de las que navegan, haciendo la cuenta por la distancia que hay de un pueblo a otro, cuyo estipendio es el que está arreglado hace mucho tiempo sin que se descubra su principio».
Dicho esto, los ediles pamploneses admitían que, «con consideración a lo mucho que han subido los precios de todas las cosas», la demanda de aumento salarial de los verederos era «justa y arreglada». Es más, teniendo en cuenta los precios que se estipulaban en el sector de la mensajería, no estimaban excesivo el incremento sugerido, «pues es constante que los particulares a quienes ocurre destacar algún expreso pagan peseta por legua». Del mismo modo, se compartía la aspiración de estos trabajadores para que el abono de sus servicios fuera «puntual y sin retardación alguna».
Sin embargo, a pesar del respaldo otorgado a las propuestas planteadas por Lizarraga y Unciti, la administración municipal aducía no disponer de «las facultades para arbitrar sobre los fondos de los pueblos, que son los que sufren ese gasto». Ahora bien, «en caso de que el Real y Supremo Consejo acceda a la expresada solicitud», el Regimiento de Pamplona se comprometía a «expedir el correspondiente acuerdo para que las justicias lo observen y que imprimiéndose se me pasen sesenta ejemplares que son necesarios para su comunicación»33.
Finalmente, el Consejo Real, tras estudiar las ponencias presentadas por su fiscal y por el representante legal de Fermín Lizarraga y Ambrosio Unciti, se pronunció a favor de la subida salarial hasta alcanzar el real y medio por legua recorrida reivindicado por los verederos. Igualmente, para conocimiento general de todos los interesados, mandó trasladar su resolución «a las justicias de las villas, valles, cendeas y pueblos del partido de esta capital a donde llegasen reales cédulas y cualquiera otras órdenes y mandatos del nuestro virrey, de nuestro Consejo o de su regente»34.
3.2. Reorganización de veredas (1814-1834)
El aumento de las retribuciones de los verederos pamploneses representa un hito en el devenir histórico del sector, el cual podría hacerse extensible al resto de oficios humildes. Desde luego, episodios como este no eran los más habituales en el contexto general de la época. No obstante, no fue esta la única innovación que conoció el sistema de veredas de la Merindad de Pamplona o de la Montaña en ese período. A finales de 1814, justo recién terminada la guerra de la Independencia, tiene lugar otra iniciativa que ocasionaría la remodelación de las rutas recorridas por los verederos en vigor hasta ese momento.
En esta ocasión la promotora del cambio fue María Santos Lizarraga, viuda de Ambrosio Unciti, quien nos resultará familiar por ser uno de los verederos a los que acabamos de aludir por su participación veinte años antes en el proceso que derivó en el aumento de la tasa por legua transitada. Como ya ha quedado dicho, a causa de su amplitud y con objeto de racionalizar el servicio y reducir los tiempos de entrega, el distrito de la merindad pamplonesa estaba dividido en dos veredas distintas. Durante la Francesada, nuevamente por motivos de seguridad, el correo institucional quedó en suspenso, pero cuando, una vez finalizado el conflicto, este se restablece, Pamplona vuelve a adoptar el sistema de doble vereda para su circunscripción.
Para la activación de la mensajería oficial el Regimiento pamplonés recurrió a un veterano en el oficio como Fermín Lizarraga y, de entre los distintos aspirantes interesados por el puesto, optó por nombrar a Fermín Olóndriz para la segunda vereda. Es entonces cuando, con intención de hacer valer sus derechos, entra en acción María Santos Lizarraga. Una instancia a su nombre dirigida a los ediles solicitaba la instauración de una tercera vereda para que fuera administrada por ella a través «de un sujeto inteligente en la materia»35.
Según exponía la peticionaria, este sistema no era del todo nuevo, pues, aunque de forma ocasional y por poco tiempo, anteriormente ya había existido una tercera ruta en el sistema de veredas debido a que «el señor jefe político insinuó que era tardía la comunicación de las órdenes». La solicitante sostenía que, de esta manera, los regidores estarían en condición de compensar sus méritos familiares, puesto que, tal y como se recogía en el requerimiento, «Ambrosio Unciti, marido de la exponente, corrió muchos años con el empleo de veredero y, después de su fallecimiento, siguieron sus hijos en ese encargo hasta que marcharon a servir en la División de Navarra estimulados por su patriotismo».
Eran varios los argumentos esgrimidos en la defensa de su propuesta, pero los principales aludían a que, con la incorporación de una nueva ruta, «será más rápida la circular, los tres verederos quedarán con destino y se procurará recompensar los méritos de la suplicante y su familia que por tantos títulos es acreedora». A pesar de que su idea era administrar la vereda a través de una tercera persona, no se conformaba con la mera concesión de la gracia. Como la nueva ruta a establecer resultaría «la más penosa, principalmente por la estación de invierno», dada su condición de viuda, María Santos Lizarraga aspiraba a elegir la más transitable de las tres.
El caso es que los razonamientos expuestos acabaron por convencer a los regidores pamploneses e incorporaron una nueva ruta al servicio de mensajería institucional de su demarcación. De este modo, la participación de un tercer veredero acortó los plazos de entrega en el intercambio de la correspondencia oficial y remodeló el tradicional mapa de las veredas, que quedó de la siguiente manera:
Si bien la reforma tuvo un origen un tanto curioso, lo cierto es que no se quedó en un simple cambio circunstancial, pues, al cese de estos verederos dos décadas después, se optó por continuar manteniendo la misma división del distrito de la Merindad de Pamplona en tres rutas diferentes39. Las localidades integradas en cada vereda, con la cantidad de ejemplares de las órdenes y disposiciones a entregar, según se tratase de circulación completa o regular, son las que se especifican en los siguientes listados.
Primera vereda, encomendada a Ramón Zazpe40.
Pueblos: |
|
---|---|
1 |
Al alcalde de la villa de Villava. |
14 |
Al alcalde y regidores del valle de Ezcavarte. |
7 |
Al alcalde y regidores del valle de Olaivar. |
1 |
Al alcalde del lugar de Ostiz. |
8 |
Al alcalde y regidores del valle de Anue. |
1 |
Al alcalde de la villa de Lanz. |
14 |
Al alcalde y regidores del valle del Baztan. |
1 |
Al alcalde de la villa de Maya. |
1 |
Al alcalde de la villa de Urdax. |
1 |
Al alcalde de la villa de Zugarramurdi. |
1 |
Al alcalde de la villa de Echalar. |
1 |
Al alcalde de la villa de Bera. |
1 |
Al alcalde de la villa de Lesaca. |
1 |
Al alcalde de la villa de Yanci. |
1 |
Al alcalde de la villa de Aranaz. |
1 |
Al alcalde de la villa de Sumbilla. |
1 |
Al alcalde de la villa de Santesteban. |
1 |
Al alcalde de la villa de Elgorriaga. |
1 |
Al alcalde de la villa de Urroz. |
1 |
Al alcalde del lugar de Oiz. |
1 |
Al alcalde del lugar de Donamaria. |
1 |
Al alcalde de la villa de Ituren. |
5 |
Al alcalde y regidores del valle de Bertizarana. |
17 |
Al alcalde y regidores del valle de Ulzama. |
7 |
Al alcalde y regidores del valle de Odieta. |
12 |
Al alcalde y regidores de la cendea de Ansoáin. |
102 |
Para circulación completa se necesitan 102 ejemplares.
Para circulación regular se necesitan 26 ejemplares.
Segunda vereda,
encomendada a Luis Nagore41.
Pueblos: |
|
11 |
Al diputado y regidores de la cendea de Iza. |
14 |
Al diputado y regidores de la cendea de Araquil. |
1 |
Al alcalde de la villa de Irañeta. |
1 |
Al alcalde de la villa de Huarte Araquil. |
1 |
Al alcalde de la villa de Arruazu. |
1 |
Al alcalde de la villa de Lacunza. |
1 |
Al alcalde de la villa de Arbizu. |
1 |
Al alcalde de la villa de Echarri Aranaz. |
1 |
Al regidor del lugar de Lizarragabengoa. |
1 |
Al regidor del lugar de Urdiain. |
1 |
Al regidor del lugar de Iturmendi. |
1 |
Al regidor del lugar de Bacaicoa. |
1 |
Al regidor del lugar de Alsasua. |
1 |
Al regidor del lugar de Ciordia. |
1 |
Al regidor del lugar de Olazagutia. |
3 |
Al diputado y regidores del valle de Ergoyena. |
9 |
Al alcalde y regidores del valle de Ollo. |
10 |
Al diputado y regidores de la cendea de Olza. |
10 |
Al alcalde y regidores del valle de Echauri. |
14 |
Al diputado y regidores de la cendea de Zizur. |
1 |
Al alcalde de la villa de Muruzábal. |
1 |
Al alcalde de la villa de Obanos. |
17 |
Al diputado y regidores del valle de Ilzarbe. |
10 |
Al diputado y regidores de la cendea de Galar. |
113 |
Para circulación completa se necesitan 113 ejemplares.
Para circulación regular se necesitan 24 ejemplares.
Tercera vereda,
encomendada a Pedro Elizalde42.
Pueblos: |
|
13 |
Al alcalde y regidores del valle de Juslapeña. |
10 |
Al diputado y regidores del valle de Atez. |
8 |
Al alcalde y regidores del valle de Imoz. |
12 |
Al alcalde y regidores del valle de Basaburua Mayor. |
4 |
Al alcalde y regidores del valle de Basaburua Menor. |
1 |
Al alcalde de la villa de Zubieta. |
1 |
Al alcalde de la villa de Goizueta. |
1 |
Al alcalde de la villa de Arano. |
1 |
Al alcalde de la villa de Leiza. |
1 |
Al alcalde de la villa de Areso. |
1 |
Al alcalde de la villa de Betelu. |
6 |
Al alcalde y regidores del valle de Araiz. |
18 |
Al diputado y regidores del valle de Larraun. |
7 |
Al diputado y regidores del valle de Gulina. |
84 |
Para circulación completa se necesitan 84 ejemplares.
Para circulación regular se necesitan 14 ejemplares.
4. CONSIDERACIÓN FINAL
Al contrario de lo que ocurría con los antiguos veredarius del mundo romano que se desplazaban en caballerías, tal y como evidencian algunos de los testimonios analizados en este trabajo, quienes posteriormente les sustituyeron en las tareas a las que nos hemos referido lo hicieron en su mayoría a pie. En un principio, puede parecer que la responsabilidad de un modesto mensajero pedestre quedaría circunscrita al mero traslado de mensajes de un lugar a otro, pero, como hemos tenido ocasión de comprobar, su quehacer implicaba importantes efectos (administrativos, jurídicos, económicos…) para las organizaciones que recurrían a sus servicios.
No cabe duda de que las personas dedicadas a este cometido tenían desarrolladas unas destrezas físicas y de orientación superiores a las del resto de la sociedad. La necesidad de recorrer grandes distancias en el menor tiempo posible requería de una especial soltura en el andar, la cual era oportuno combinar con un conocimiento preciso de las diferentes vías de comunicación (pistas, senderos, alcorces…) y un alto grado de capacidad para guiarse por el terreno desconocido. Estas cualidades consustanciales al cometido desempeñado por los verederos también eran necesarias para ejercer otras antiguas profesiones relacionadas con el tránsito de rutas de mayor o menor alcance.
Los pastores habituados a transitar grandes distancias en el ejercicio de una milenaria trashumancia, las recarderas que desde pequeñas poblaciones acudían a los mercados urbanos para dar salida a los excedentes agrarios y retornaban con pequeños bienes de consumo difíciles de adquirir en el entorno rural, los troteros o mensajeros por su cuenta dedicados a llevar y transmitir mensajes entre particulares y los arrieros que de un lugar a otro conducían su recua de mulas cargadas de mercancías representan una muestra de la intensa actividad existente en el pasado alrededor de los caminos.
La rivalidad generada entre algunos de los que cotidianamente realizaban estos desplazamientos acabó plasmándose en desafíos y retos personales. El atractivo e interés despertados en la sociedad por estos duelos pedestres dio lugar a un nuevo fenómeno –protagonizado por los llamados andarines y posteriores korrikalaris– que combinaba el espectáculo con las apuestas económicas. Precisamente, ha sido la vertiente lúdica de estas ancestrales ocupaciones profesionales la única que ha prevalecido hasta nuestros días a través de diferentes manifestaciones deportivas, como las carreras populares o las marchas montañeras.
En lo que a la función principal desempeñada por los verederos se refiere, actualmente el flujo de todo tipo de comunicaciones y datos discurre principalmente a través de internet, un conjunto de redes interconectadas a escala mundial. En este sentido, es evidente que la puesta en marcha de este sistema informático supuso un avance sin precedentes, al permitir la inmediatez en el trasvase de información entre un número ilimitado de agentes e interlocutores.
Sin embargo, no es menos cierto que el vertiginoso ritmo al que se han producido estos adelantos y la potencialidad misma del dominio tecnológico han dejado en el aire numerosos flecos sin concretar. Cuestiones como la seguridad y el carácter confidencial de estas interconexiones han degenerado en controversias en las que se han visto implicados gobiernos e instituciones de todo el planeta. Desde luego, la excesiva amplitud de las veredas digitales de hoy en día difícilmente garantizará el mismo nivel de discreción logrado en la correspondencia de antaño a través del contacto directo y personal con el veredero.
5. FUENTES
5.1. Bibliografía
5.2. Archivos y centros de documentación
Imagen 3.
Mensajero medieval.
1 Luis María Marín Royo: Caminos, postas y correos, Pamplona, Diputación Foral de Navarra, Dirección de Turismo, Bibliotecas y Cultura Popular, 1978, p 3.
2 José Yanguas y Miranda: Adicciones al diccionario de antigüedades de Navarra, Pamplona, Imprenta de Javier Goyeneche, 1845, p. 104.
3 Pascual Madoz: Diccionario geográfico-estadístico-histórico de España y sus posesiones de ultramar. Navarra (edición facsímil de la original de 1845-1850), Valladolid, Ámbito Ediciones, 1986, p. 299.
4 Joan Coromines i Vigneaux: Breve diccionario etimológico de la lengua castellana, Madrid, Gredos, 1987, p. 603.
5 María Inés Sáinz Albero: “Vocabulario documental de Mendavia (I)”, Fontes linguae vasconum: Studia et documenta, 81, 1999, p 318.
6 Ricardo Ollaquindia: “Nuevas adiciones al vocabulario navarro de José María Iribarren”, Príncipe de Viana, 150-151, 1978, p. 304.
7 Manuel Larramendi: Diccionario Trilingüe Castellano, Bascuence y Latín, San Sebastián, Bartholomè Riesgo y Montero, impresor de dicha M. N. y M. L. provincia, ciudad de San Sebastián, 1745, t. 2, p. 488.
8 José Francisco Aizkibel: Diccionario Basco-Español titulado Euskaratik Erdarara biurtzeko itztegia, Tolosa, Casa Editorial de Eusebio López, sucesor de la viuda de Mendizábal, 1885, p. 124
9 Manuel Silvestre Martínez: Librería de Jueces, utilísima y universal, para alcaldes, corregidores, intendentes, jueces eclesiásticos, subdelegados y administradores de rentas, cruzada, expolios, excusado, escribanos y notarios, regidores, síndicos, personeros y diputados del común de todos los pueblos de España, Tomo IV último, Madrid: Imprenta de la viuda de Eliseo Sánchez, 1768, pp. 192 y 402.
10 Justicia: f. desus. Ministro o tribunal que ejerce justicia.
11 Manuel Silvestre Martínez: Librería de Jueces, utilísima y universal, para alcaldes, corregidores, intendentes, jueces eclesiásticos, subdelegados y administradores de rentas, cruzada, expolios, excusado, escribanos y notarios, regidores, síndicos, personeros y diputados del común de todos los pueblos de España, Tomo I, Madrid, Imprenta de don Benito Cano, 1791, p. 409.
12 Legua: antigua unidad de longitud que expresa la distancia que una persona, a pie o en cabalgadura, puede andar durante una hora, por lo tanto, es una medida variable que depende de distintos factores, como el tipo de terreno predominante en cada región. La legua normalmente abarca distancias que van de los 4 a los 7 km. En el caso de Navarra la legua equivale a 5495 metros o 7000 varas navarras (Ministerio de Fomento. Dirección General de Agricultura, Minas y Montes: “Pesas y medidas”, Hojas divulgadoras, 17-18-19, 1918, p. 17).
13 Fermín Abella y Blave: Manual de las atribuciones de los alcaldes como presidentes de los Ayuntamientos y en el gobierno político de los distritos municipales, Madrid, Imprenta de Enrique de la Riva, 1883, pp. 100-103.
14 Federico Moretti: Diccionario militar español-francés, dedicado al Rey Nuestro Señor, Madrid, Imprenta Real, 1828, p. 390.
15 José María Iribarren: Vocabulario navarro, Pamplona, Diario de Navarra, 1997, p. 522.
16 VV. AA: Gran Enciclopedia Navarra, Pamplona, Caja de Ahorros de Navarra, 1990, v. 11, p. 345.
17 Ricardo Gurbindo: Andarines y korrikalaris navarros: el caso de la Comarca de Aralar, Pamplona, Lamiñarra, 2017, p. 45.
18 Fundación Sancho el Sabio, Fondo: Archivo del Marqués de la Alameda, Urbina, leg. 02229, carp. 85, nº. 16.
19 Biblioteca del Seminario Diocesano de Vitoria-Gasteiz, Fondo Ayala, 5-0057.
20 José Ignacio Tellechea: “Navarra y el Hospital Real y General de Nuestra Señora de Gracia, de Zaragoza”, Príncipe de Viana, 124-125, 1971, p. 15.
21 Luciano Lapuente: “Las instituciones político-administrativas de Améscoa Baja a través de todos los tiempos”, Cuadernos de Etnología y Etnografía de Navarra, 48, 1986, p. 297.
22 Sergio Solbes: “Distribución y consumo legal de tabacos en navarra: 1731-1779”, en Sergio Solbes, Juan José Laforet y Santiago Luxán (coords.): El mercado del tabaco en España durante el siglo XVIII: fiscalidad y consumo, Las Palmas, Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, 2000, p. 258.
23 VV. AA., Gran Enciclopedia, v. 8, p. 313 y v. 9, p. 12)
24 Videgáin Agós, Fernando: Bandidos y salteadores de caminos: historias del bandolerismo navarro del S. XIX. Pamplona: Fernando Videgáin, 1984, p. 25.
25 Archivo Municipal de Pamplona, Empleados, leg. 8, carp. 4, exp. nº 1, Fermín Lizarraga y Ambrosio Unciti, 1795, fol. 1.
26 AMP, Empleados, leg. 8, carp. 4, exp. nº 4, Ramón Zazpe, 1839, fol. 1.
27 AMP, Empleados, leg. 8, carp. 4, exp. nº 4, Ramón Zazpe, 1839, fol. 2.
28 Manuel Silvestre Martínez: Librería de Jueces, utilísima y universal, para alcaldes, corregidores, intendentes, jueces eclesiásticos, subdelegados y administradores de rentas, cruzada, expolios, excusado, escribanos y notarios, regidores, síndicos, personeros y diputados del común de todos los pueblos de España, Tomo IV último, Madrid: Imprenta de la viuda de Eliseo Sánchez, 1768, p 192.
29 AMP, Empleados, leg. 8, carp. 4, exp. nº 1, Fermín Lizarraga y Ambrosio Unciti, 1795, fol. 1r.
30 AMP, Empleados, leg. 8, carp. 4, exp. nº 1, Fermín Lizarraga y Ambrosio Unciti, 1795, fol. 1v.
31 AMP, Empleados, leg. 8, carp. 4, exp. nº 1, Fermín Lizarraga y Ambrosio Unciti, 1795, fols. 2r y 2v.
32 AMP, Empleados, leg. 8, carp. 4, exp. nº 1, Fermín Lizarraga y Ambrosio Unciti, 1795, fol. 3.
33 AMP, Empleados, leg. 8, carp. 4, exp. nº 1, Fermín Lizarraga y Ambrosio Unciti, 1795, fol. 4.
34 AMP, Empleados, leg. 8, carp. 4, exp. nº 1, Fermín Lizarraga y Ambrosio Unciti, 1795, fol. 5.
35 AMP, Empleados, leg. 8, carp. 4, exp. nº 2, María Santos Lizarraga, 1814-1816, fol. 1.
36 AMP, Empleados, leg. 8, carp. 4, exp. nº 2, María Santos Lizarraga, 1814-1816, fol. 2.
37 AMP, Empleados, leg. 8, carp. 4, exp. nº 2, María Santos Lizarraga, 1814-1816, fol. 3.
38 AMP, Empleados, leg. 8, carp. 4, exp. nº 2, María Santos Lizarraga, 1814-1816, fol. 4.
39 AMP, Empleados, leg. 8, carp. 4, exp. nº 3. Distribución de veredas, 1834, fols. 1-3.
40 AMP, Empleados, leg. 8, carp. 4, exp. nº 3. Distribución de veredas, 1834, fol. 1.
41 AMP, Empleados, leg. 8, carp. 4, exp. nº 3. Distribución de veredas, 1834, fol. 2.
42 AMP, Empleados, leg. 8, carp. 4, exp. nº 3. Distribución de veredas, 1834, fol. 3.